Ramón fue un compañero más de escuela. Su vida, desde entonces, ha pasado totalmente desapercibida para mí, pero siempre recordaré aquel día y aquella lúgubre expresión en su rostro que reflejaba su decepción y tristeza.
Sus calificaciones no permitían contarle entre los alumnos más brillantes, teniendo en cuenta el estándar académico de la época, pero tampoco era un desastre. Era aplicado y se mostraba atento, aunque su timidez le impedía destacar en popularidad.
Sin embargo, Ramón ocupaba cada esquina de sus libros de texto con retratos a lápiz de compañeros de clase, de profesores... dibujos sublimes para su edad, fieles a la realidad, donde se podía reconocer a cada uno de ellos. Era un auténtico artista. Y aunque la mayoría reconocíamos su destreza, pocos le valoraban por su talento.
En los años 80, en la mayoría de escuelas de primaria y secundaria, era habitual que a los alumnos se nos aplicaran bianualmente pruebas de inteligencia para determinar nuestro IQ. Eran tests interminables, con casillas diminutas, basados de manera predominante en la resolución de problemas de cálculo, asociaciones de visión espacial y resolución de series lógicas, tanto numéricas como lingüísticas. Con los resultados obtenidos se generaba un informe dirigido a nuestros padres y profesores, que pretendía reflejar nuestras fortalezas y debilidades, resumidos en un índice de inteligencia global (Factor g).
Transcurridos unos 30 días, nos entregaban el informe. Cuando Ramón abrió el sobre, su rostro se quedó helado; enrojeció y permaneció petrificado en su pupitre durante unos segundos. En silencio, devolvió el informe al sobre y lo dejó sobre su mesa. Sus ojos se quedaron perdidos en alguna parte, observando en el aire la languidez de su autoestima.
Sus resultados rondaban los 80 puntos, en una clase donde casi nadie bajaba de los 100. Mientras Ramón hacía inútiles esfuerzos por tragarse su vergüenza sin que se notara demasiado, a casi 6.000km de distancia, Howard Gardner, un psicólogo licenciado en Harvard, publicaba en 1983 un libro titulado“Frames of Mind: theTheory Of Multiple Intelligences”, que representaría una significativa revolución en la psicología y, sobre todo, en el campo de la educación.
Básicamente, lo que Gardner promulgó a través de su Teoría de las Inteligencias Múltiples fue que la capacidad intelectual no se puede entender como un concepto unitario, sino que cada individuo desarrolla diferentes capacidades intelectuales, que todas están interrelacionadas entre sí y que tienen el mismo nivel de importancia. Gardner advertía que, además del punto de partida genético, el ambiente sociocultural, las experiencias y la educación influyen notablemente en el desarrollo de cada una de estas inteligencias.
Esta teoría diseccionaba el concepto inteligencia en siete capacidades:
· Lingüística
· Lógico-Matemática
· Musical
· Espacial
· Corporal-Cinestésica
· Interpersonal
· Intrapersonal
· Naturalista
Partiendo de este punto de vista, resultaría muy atrevido afirmar que Albert Einstein, padre de la Relatividad, era más inteligente que Rudolf Nuréiev; o que la inteligencia de Bobby Fisher, uno de los protagonistas del llamado “Encuentro del Siglo, era mayor que la de Ígor Stravinsky. Es muy probable que André La Nôtre, un jardinero sin ningún tipo de formación, no fuera capaz de calcular una simple operación aritmética. Sin embargo, cualquiera que haya visitado el Palacio de Versalles habrá admirado la auténtica obra maestra del diseño paisajístico que La Nôtre construyó para Luis XIV.
Suponiendo una revolución en sí misma, la Teoría de Gardner obligaba a replantear todo el sistema educativo. Pero, además, su definición de las Inteligencias Interpersonal e Intrapersonal plantaba la semilla de lo que hoy conocemos como Inteligencia Emocional, que Daniel Goleman, Travis Bradberry y otros muchos autores han trasladado magistralmente al mundo de la empresa.
Los planteamientos actuales sobre los sistemas educativos dejan atrás las fórmulas pedagógicas de la era post revolución industrial, donde el protagonista era el conocimiento y el alumno era un sujeto pasivo. Ahora, ese protagonismo lo toma con fuerza el aprendizaje y el propio alumno, ejerciendo un papel activo y consciente, donde la experiencia, la práctica, el ensayo y el error son la base del proceso cognitivo, despertando así la creatividad y la proactividad, acelerando el proceso e imprimiendo un mayor input de motivación.
Las estrategias y métodos educativos de hoy en día, aplicados correctamente, son válidos para desarrollar las diferentes capacidades intelectuales de los alumnos, no sólo en los niños, sino también en los adultos, porque se basan, en parte, en la aceptación, adaptación y desarrollo de la Teoría de Gardner, lo que implica que el método evaluativo del progreso del aprendizaje sea también más honesto, real y justo.
Los cursos de formación que creamos en eAliciaUniversity parten de esta premisa del concepto dinámico e interactivo del aprendizaje, donde lo experiencial ocupa un buen espacio. Evidentemente, la teoría es el punto de partida, la base del conocimiento, pero la práctica, a través de dinámicas, ejercicios, roleplay, trabajos, interacciones, foros, actividades grupales, mentorings, etc… donde el alumno está en el centro, son el “core” de nuestro planteamiento formativo.
Con ello intentamos que el alumno ejerza un rol activo, intentando adaptarnos a su proceso de aprendizaje, estando comprometidos con mantener el interés, la motivación, la comprensión, la interiorización, la asimilación, y con ofrecer transferencia; es decir, que aquello aprendido le sirva para su aplicación y desarrollo.
El empeño de Howard Gardner en ofrecer una visión más amplia del intelecto nos ofrece la posibilidad de acercarnos al conocimiento con una perspectiva más positiva y heurística, que nos proporciona mejores resultados.
Estoy totalmente convencido de que, si Ramón fuese un alumno del siglo XXI y abriese hoy su sobre, afortunadamente, le hubiera sido más fácil encontrar la necesaria motivación para no dejar de creer en sí mismo.
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