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LAS PALABRAS QUE NOS HABITAN

Actualizado: 20 may 2021

En 1986, David Snowdon se interesó en realizar un estudio sobre el Alzheimer (“The Nun Study”). El objetivo era entender la relación de algunos factores con la posibilidad de desarrollar esta tremenda enfermedad, que produce una alienación psíquico-cognitiva casi absoluta, disociada de la realidad.


Para su estudio, escogió un grupo de 678 monjas del convento de Notre Dame, en Minnesota, que, por sus características, configuraban un grupo homogéneo en cuanto a longevidad, calidad de vida, hábitos, rutinas y costumbres. Ninguna de ellas fumaba, ni bebía, ni sus cuerpos habían experimentado cambios físicos significativos debidos, por ejemplo, al embarazo. Su alimentación, su estilo de vida y las tareas que realizaban eran muy similares.


Durante 15 años, a las monjas, de entre 75 y 103 años, se les realizaron análisis de sus genes y pruebas de agilidad mental.


Una de las conclusiones del estudio fue que los cerebros de las hermanas que, por edad, deberían considerarse enfermos, no presentaban síntomas de pérdida de memoria.

Otra de las sorprendentes e inesperadas conclusiones (y la que más nos interesa ahora) fue la relación entre su longevidad y el uso del lenguaje positivo.


Antes de realizar sus votos, habían escrito una carta en la que exponían los motivos de su vocación y su propósito de vida. Tras el análisis exhaustivo de estas cartas, se pudo concluir que aquellas que expresaron en ellas más emociones positivas, vivieron significativamente más años que aquellas que expresaron menos. Las palabras expresaban su energía, su generosidad, su altruismo, su emoción y su fe.


Así, se pudo concluir que el estado emocional positivo en etapas tempranas contribuye a la longevidad y que el uso de un lenguaje positivo está relacionado con nuestro bienestar y nos ayuda a vivir más tiempo y más felices.


No cabe duda de que el cuerpo, el cerebro y el lenguaje forman una trinidad indivisible y que las palabras que escogemos para expresar nuestra visión del mundo determina nuestra capacidad para afrontar los acontecimientos y, como definía Sartre, nuestras circunstancias. Por eso, el uso de un lenguaje positivo o negativo impacta directamente en nuestro estado emocional y, por lo tanto, en nuestra conducta.


Por su parte, a partir de los resultados clínicos obtenidos a través de resonancias magnéticas y electroencefalografías, Luis Castellanos pudo observar la sinapsis cerebral producida a partir del uso del lenguaje positivo o negativo y relacionarla con su influencia en nuestra actitud de afrontamiento.


La culpa, a través de la cual responsabilizamos en exceso al entorno y a nosotros mismos. La excusa, que nos sirve para no hacernos responsables de lo que nos sucede. La queja, con la cual ponemos el foco en el problema sin centrarnos en la solución. La crítica, con la que enfocamos nuestra energía en lo negativo. Los anticipadores de desgracias, que perfilan un horizonte desolador, que no suele llegar a producirse. Todos ellos son enemigos del lenguaje que habita en nosotros de manera usual, manejándonos de un modo automático, vacío, tópico y disfuncional.


“No soy capaz”, “Se veía venir”, “Siempre pasa lo mismo”, “Estoy harto”, “Deja eso que lo vas a romper”, “Mejor no lo pruebes”, “Ya sabía yo”, “Te vas a caer!”, “Esto está mal!”, “Es culpa tuya”, “Te has equivocado”, “Y dale!”, “Las personas nunca cambian”, “Es que…”, …


Todas estas aseveraciones están grabadas a fuego en nuestro cerebro y ejemplifican el uso disfuncional de nuestro lenguaje, que, lejos de potenciar la autoestima, alentar el afrontamiento e impulsar la motivación, nos conduce a cerrarnos puertas a nosotros mismos y a los demás, haciéndonos más infelices.


Luis Castellanos, en su libro “La Ciencia del Lenguaje Positivo”, indica que el entrenamiento en el uso de un lenguaje positivo induce cambios plásticos en el cerebro que pueden transformar nuestros estilos cognitivos, emocionales y sociales.


Es decir, expresarnos de un modo positivo nos empuja a una concepción más amable del mundo y, por lo tanto, nos hace más felices. Aprendiendo conscientemente a expresarnos con un lenguaje que transmita energía positiva conseguiremos generar un cambio personal a través de nuestras palabras.


En definitiva, podemos entrenar nuestro lenguaje y, por lo tanto, gracias a la demostrada plasticidad del cerebro, cambiar nuestra mente, nuestra forma de pensar y de sentir. Modificando la polaridad de nuestras palabras y la manera en la que las usamos podemos mejorar nuestro bienestar o nuestro grado de felicidad, tanto respecto a nosotros mismos como respecto a los demás. Y esto es importante. Aplicar inteligencia emocional también en el lenguaje potencia la calidad de nuestra interacción social, la manera en que somos vistos y apreciados por los demás y también la manera en que nos valoramos a nosotros mismos.


Poder elegir nuestro lenguaje aumenta nuestro nivel de autoconfianza y, por lo tanto, de autoestima y nos conduce directamente hacia el autoliderazgo.


El lenguaje positivo es una poderosa herramienta que deja huella física, cognitiva y emocional y, lo que es también importante, puede producir impacto sobre la expresión de los genes. Es decir, puede mejorar la propensión genética al positivismo de nuestros descendientes.


En palabras de Luis Castellanos: “Somos el lenguaje que usamos. El lenguaje nos habita las 24 hs. Elijamos las palabras para construir con ellas una buena historia de vida”.

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